Las grandes estrecheces económicas como las que actualmente vivimos, sirven entre otras cosas para medir con bastante precisión el modo en que las personas valoramos determinadas cosas. No voy a entrar aquí en debatir cuáles son los límites de lo que puede entenderse por cultura, y hasta qué punto los recortes presupuestarios y algunos impuestos están haciendo mella sobre su producción, difusión y consumo. Independientemente de que mi opinión pueda estar más o menos sesgada por ser yo –dada la actividad a la que me dedico– parte interesada, lo que aquí quiero expresar abiertamente es que el principal motivo por el que la inmensa mayoría de la población vasca y española no consume cultura, es que ésta siempre le ha importado un carajo.

Sería absurdo negar que cargar al cine con un IVA de un 21 por ciento, supone un flaco favor para espolear un sector en franca decadencia comercial y que presenta heridas cuya gravedad crece a ritmo vertiginoso. No obstante, mucho más absurdo, por no hablar de hipócrita o demagógico, me resulta escuchar constantemente opiniones del estilo de “no voy al cine porque es muy caro”.

A ver, el cine –por poner un ejemplo de expresión cultural– es con mucho, objetivamente y tanto en términos absolutos como relativos, la opción de ocio más barata que hay si lo comparamos a bote pronto con el teatro, la inmensa mayoría de conciertos, o salir a cenar o de copas. Soy consciente de que a muchísimas personas su situación económica les supone un enorme impedimento a todos los niveles. No obstante, me consta que la minoría asidua a ir al cine, a conciertos, museos, o a comprar un libro de vez en cuando, lo seguirá haciendo en la medida de sus posibilidades, por muchos problemas económicos que esté atravesando. Y es que para estas personas, más que con una elección, su forma de percibir la cultura tiene que ver sobre todo con una actitud, es decir, con una forma de entender sus vidas, al considerar que, más que gastar dinero en cultura, piensan que al hacerlo están invirtiendo en sí mismas a través de ella.

Sin entrar en otro tipo de consideraciones de índole particular, respeto que cada individuo se gaste el dinero en lo que le dé la gana, ya que el capitalismo es a la economía lo que la democracia a la política, y es la masa popular, a través de un mercado teóricamente libre, la que ha de decidir en qué quiere gastar su dinero. Lo que ya no respeto tanto, o por lo menos me parece simplemente risible, es que esas mismas personas que se gastan una media de unos cien euros mensuales en, por ejemplo, ir al gimnasio, la peluquería, o en acumular en su armario su vigésimo segundo par de pantalones, se escuden luego en los impuestos o en cualquier otro pretexto absurdo para justificar por qué no van al cine o compran libros. De hecho, buena parte del cine que emite la televisión es gratis, y sus índices de audiencia no son en absoluto comparables a los que por ejemplo cosechan programas en los que unos bufones mediáticos en mallas hacen el ridículo saltando a una piscina desde un trampolín.

Y ya por seguir con el ejemplo del cine, es obvio que producir una película de presupuesto medio cuesta un dineral que luego es muy difícil de amortizar, simplemente porque la mayoría de esas películas no tienen suficiente público que vaya a verlas. El dilema entonces viene a ser como de primero de parvulario; de no cambiar nada, a corto/medio plazo el cine desaparecerá. Y no, no es que, fruto de internet y las nuevas tecnologías, simplemente vaya a cambiar con respecto a su forma de distribuirse y consumirse. Porque, por lo menos de momento, la mayoría de las películas se puede ver gratis por internet casi desde su mismo estreno. E independientemente de lo que diga la ley al respecto, si luego no hay voluntad de hacerla cumplir, dicha ley constituirá una simple farsa con fines meramente electoralistas. Porque a fin de cuentas nadie les puede tocar un pelo a los pobrecitos internautas. Ellos “están en su derecho” de descargarse gratis tanto como les venga en gana. Y aquí es de donde surge la madre del cordero, porque no olvidemos que esa “cultura” española de, valga la redundancia, entender la gratuidad de la cultura como un derecho inalienable del ciudadano, sólo puede haber nacido en un país en el que ya se intuía de partida que sus habitantes no iban a mover un dedo por pagar por ella.

Y es en momentos como los actuales cuando estos farsantes y caraduras, que siempre han existido de un modo más o menos emboscado, son por fin desenmascarados para que su argumento victimista se vuelva del todo insostenible. Porque a estos “menesterosos” sólo hay una cosa que les interese menos que la cultura, y es reconocer abiertamente su desinterés o desapego por ella, ya que entonces serían tachados de superficiales, insensibles o simplones. Ellos lo intentan a más no poder, pero claro, la circunstancia económica “conspira” contra ellos provocando que su inagotable sed de cultura quede desatendida. No cabe duda de que el poder económico y político es hoy en día, si no una misma cosa, desde luego sí algo que se le parece mucho, así que cada céntimo que gastamos en cualquier cosa no deja de ser un acto de carácter seudopolítico. De hecho, cada segundo que vemos por la tele a Falete poniendo a prueba nuestro sentido de la vergüenza ajena, también estamos haciendo un acto político a la vez que contribuimos un poquito más a que la cultura sea fagocitada por las más burdas y chuscas chabacanería y podredumbre humanas.

En ese sentido, y por mucho que les pese a algunos, particularmente no me extraña nada cómo es buena parte de nuestra clase política, porque a mi pesar creo que es un muy fiel reflejo de la población a la que representa. Puedo estar muy en desacuerdo con el ministro Wert en muchas cosas, pero hacerle responsable del verdadero problema vendría a ser lo mismo que culpar a Angela Merkel de todo lo que sucede y ha sucedido en España a nivel económico. Admito que hay muchos males que quienes los sufren no se los merecen. Pero me temo que éste no es el caso, ni mucho menos.

Y que conste que prefiero vivir en un mundo en el que desaparezca totalmente lo que yo entiendo por cultura, antes que lograr su salvaguarda a través de la imposición de su consumo. Pero eso sí, por favor, insisto, asumamos entonces sin imposturas que preferimos comprarnos el último modelo de móvil de Nokia o una chaqueta de Filippo&Peluquinno, o simplemente cogernos un buen pedo, antes que ir al cine o comprar un libro. O dicho de otro modo, en estos tiempos de flagrantes y patéticos eufemismos llamemos a las cosas por su nombre, porque como no describamos la realidad como es debido, vamos a acabar creyéndonos hasta el más pueril y tosco de los autoengaños. Y todos sabemos que la primera base para tratar de reconducir una situación no deseada está en el análisis certero de la misma.

En ese sentido, considero además un síntoma de los más descorazonador que uno de los pocos géneros seudoliterarios que funcionan a nivel comercial es el de los llamados libros de autoayuda –en mi opinión más bien de autoengaño–, ya que casi siempre están escritos por oportunistas que se aprovechan de los miedos, inseguridades y complejos de su lectores potenciales. Y lo digo porque estos libros suelen ofrecer “recetas” para solucionar determinados problemas, siendo libros que, en la mayoría de casos, nada tienen que ver con la cultura, ya que ésta no pretende negar ni dar solución a problemas cuya posible superación en absoluto responde a fórmulas mágicas, sino que hace algo mucho más importante: la cultura nos sirve para hacer frente a los problemas en el sentido de que nos abren la mente para ser capaces de convivir con ellos sin que nos destruyan. Es decir, la cultura es lo que nos hace ser lo que verdaderamente somos, además de el único bagaje que nos vamos a llevar a la tumba porque, a diferencia de la moda o de un yogur, la verdadera cultura no caduca, al suponernos experiencias que se adhieren a nuestras personalidades de forma indisoluble. O dicho de otro modo más escatológico u “ordinario”, nunca cagamos la cultura que comemos.

O si no que se lo pregunten a Íñigo Lamarca, actual Defensor del Pueblo del país Vasco, quien dio el pasado martes un valiente testimonio tras la emisión por “La 2” de “La muerte de Mikel”, de Imanol Uribe. No sé hasta qué punto la vida de muchos homosexuales vascos y españoles habría sido diferente sin la existencia de dicha película, pero sí estoy convencido de que, en la mayoría de los casos, habría sido un poco peor. Porque como confesaba el propio Lamarca, esa película supuso para él un antes y un después, un verdadero punto de inflexión en su vida.

Hay quienes piensan que la cultura puede enriquecer una vida pero no cambiar el mundo. No estoy de acuerdo, porque creo que cualquier cosa que haga que una persona cambie su percepción con respecto a dicho mundo, aunque sea mínimamente, hace que éste cambie a su vez, aunque sea también mínimamente. Porque el mundo no es sino lo que sus habitantes hagamos de él. Pero claro, no sé hasta qué punto sabe mucha gente de lo que hablo porque seguramente, cuando se emitía la citada película la mayoría de la audiencia estaría viendo a Belén Esteban en otro canal. Es más, lo más irónico de todo es que muchos de quienes veían a la Esteban, seguramente no lo hacían porque la personalidad de ésta les interese lo más mínimo, sino sólo para reírse de su desvergonzada y vergonzante vulgaridad. Aunque bueno, puestos a pensarlo con un poco de detenimiento, en ese caso está claro quién es la que en realidad se está riendo de quién.

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