El miércoles 22 de septiembre aparecía en este periódico un artículo con motivo del ensayo “Dios los cría y ellos…”, escrito al alimón entre Fernando Sánchez Dragó y Albert Boadella. Dicho artículo traía por título “Políticamente incorrectos, los dos”, cuando a mi juicio, y sin ánimo de ofender a nadie, “Políticamente prepotentes, los dos” habría resultado mucho más acertado. Mucho me temo que lo que ellos llaman sentido común a la hora de despachar todo tipo de irrefutables verdades, no es más que una sarta de grandilocuentes “boutades” o bombas de humo.
Estoy convencido de que dos personas como ellas, de indudables talento y talla intelectual, y que cuentan además con una dilatada trayectoria profesional, no hace tantos años habrían renegado de comportamientos y actitudes como las que ahora ellos están adoptando. Sin embargo, supongo que por entonces no disfrutaban de una posición mediática tan preeminente. Pero claro, ahora que sí gozan de ella, les es extremadamente difícil sustraerse a la tentación de demostrar que no tienen pelos en la lengua. Así que, en un a mi juicio puro ejercicio exhibicionista, no dudan en echarse sobre una cómoda chaise longue de un hotel de categoría, con el fin de poder sentirse admirados por decir cosas por las que, a otros infelices menos insignes y conspicuos, casi les apedrearían. Con todos mis respetos, yo a eso le llamaría simple y llanamente burda arrogancia o vanidad mal digerida. No sé si me explico; es como si, siendo Brad Pitt, te dedicaras todo el santo día a pasearte por las discotecas más elitistas del mundo, obviamente sin pagar entrada o consumición algunas, sólo por el hecho de gozar de la posición necesaria para poder hacerlo. Trataré a continuación de argumentar mi postura.
La opinión que más me asombró de todas fue aquella en la que sostenían que sólo gente lo suficientemente cualificada (léase igual o parecida a ellos mismos) debería poder votar (me quedo con la cuestión de fondo y no voy a entrar en la posibilidad de que estuvieran hablando sólo de una distinta ponderación de los votos). Así tal cual. Parecen basar su postura en que para hacerlo con unas garantías mínimas de éxito, es supuestamente necesario gozar de su dilatada preparación y aquilatado bagaje cultural e intelectual. Pues no, por muy luminarias culturales que sean o se jacten de ser, me temo que para algunos no se trata sólo de no atrevernos a resultar políticamente incorrectos. Es mucho menos rebuscado: sencillamente no todos pensamos como ellos.
Y no me voy a meter para nada en la obvia falla antidemocrática de la que parecen adolecer. Porque de lo que se trata aquí es de entender que la inteligencia (lo mismo que la preparación o una buena educación) es tan sólo un arma o instrumento, una cualidad que, en sí misma, y sobre todo en referencia a aquello de lo que aquí hablamos, no es ni buena ni mala. Lo que es bueno o malo, deseable o no para el bien común, es el uso concreto que se haga de ella. Pasa exactamente lo mismo con otras variables como el poder, la fuerza, el ingenio o el poder de convocatoria (esto último va obviamente por ellos).
Incluso Einstein llegó a plantearse en su día hasta qué punto los logros y descubrimientos a los que le había abocado su proverbial y descomunal inteligencia, merecían o no la pena, si los que luego tenían que darles uso carecían de ella, o no contaban siquiera con la más mínima nobleza de espíritu (sí, el famoso y tan actual buenismo) exigible incluso al más pérfido de los políticos. Ni mucho menos estoy diciendo con esto que no sea preferible un votante inteligente a otro estúpido (mi enorme caudal de estupidez no da todavía para tanto) pero, por muy naíf que suene, es para mí mucho más importante contar con un electorado que, independientemente de otras cuestiones, sea honesto y generoso, que no vil o mezquino.
Así que puede que haya infinidad de votantes que sigan estúpidamente y a diario las peripecias catódicas de la tristemente celebérrima Belén Esteban, de acuerdo, lo cual está muy lejos de tranquilizarme, pero eso no es incompatible con que esas mismas personas se merezcan vivir igual de bien que esos otros tan intelectualmente preparados como Boadella y Sánchez Dragó. Porque lo que en realidad importa aquí es saber si esos votantes escogidos de los que ellos hablan, votarían luego en dicho caso sólo pensando en ellos mismos, o si por el contrario también tendrían puesto un ojo, por pequeño que fuera, en todo el resto de la tan condenablemente aborregada masa. Me temo que no hay que darle muchas más vueltas al asunto; la Historia nos ha demostrado suficientes veces qué es lo que siempre pasa en estos casos.
Así que, dicho lo dicho, y con todo el derecho del mundo a equivocarme, si tuviera que escoger entre un hombre inteligente aunque algo cabroncete o uno simple, memo y bobalicón, pero noble y honrado al mismo tiempo, no dudo un instante con quién me quedaría. Porque puestos a elegir, está claro que lo preferible sería que todos fuéramos virtuosos en todos los aspectos, pero me temo que entonces sería de sueños, deseos, o intenciones de lo que estaríamos hablando, y no es el caso.
De hecho, evocando la imagen de Boadella y Dragó, mediáticamente endiosados y recostados sobre sus chaise longue del bilbaíno Hotel Ercilla mientras nos dan esas claves de vida fundamentales que todos pensamos y ninguno nos atrevemos a gritar, me viene a la cabeza la imagen de dos adolescentes que, al emborracharse hasta la inconsciencia, no lo hacen porque piensen que deban hacerlo, sino más bien por todo lo contrario, es decir, sólo porque supuestamente no pueden o no deberían hacerlo. Pero claro, Boadella y Dragó, parapetándose tras su sacrosanto prestigio intelectual sí que pueden permitirse el lujo de traspasar determinados límites prohibidos para el resto de los mortales. En definitiva, me parece igual de absurdo hablar si nadie te escucha, que hacerlo sólo porque haya un auditorio que lo haga y sea lo que espera de ti, aun sabiendo en tu interior que no tienes nada nuevo que ofrecer que merezca realmente la pena ser escuchado.
Estoy convencido de que si cualquiera de los dos lee esto, me dejará a la altura del empedrado respondiéndome con un libelo contra mí lleno de brillantez literaria, ingenio y documentadísimo talento. E incluso aunque no fuere así, sólo me restaría decirles que obviamente ellos son tipos mucho más sabios, preparados y talentosos que yo, pero eso no significa que su existencia sea más necesaria que la de los imbéciles sin posibilidad de cura, si de lo que hablamos es de hacer de este mundo un lugar más feliz, justo y próspero. Es más, yo diría que incluso podría pasar más bien al revés, ya que el narcisista crónico, ése que demanda constantemente protagonismo para respirar y tiene la perenne necesidad de ser admirado, escuchado y observado, necesita mucho más a su observador que viceversa.
Asís Arana
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