El episodio se repetía con una precisión y escrupulosidad de lo más inquietantes. Cada vez que Vilnut llegaba al orgasmo emitía un gemido de una agudeza horrísona y desgarradora, vertiendo luego sobre la almohada unas pocas lágrimas de consistencia casi imperceptible. Al de poco crispaba el gesto de una misteriosa forma en la que el dolor y el placer se solapaban hasta el punto de casi confundirse. La joven entraba entonces en una especie de mutismo entre hipnótico y desolado, aovillándose de lado y hacia fuera para rehuir la mirada interrogativa de su voluntarioso y desconcertado amante.

Y no es que Vilnut no apreciara el cariño y los infinitos cuidados y atenciones que siempre le procuraba su apuesto novio, para quien ella era su máxima y absoluta prioridad. Era más bien que no podía evitar pensar en que, de alguna forma, estaba engañándolo una y otra vez desde lo más profundo e inconfesable de su ser y, más concretamente, desde su más púbica e impúdica codicia sexual. Era como si echara de menos, casi de forma desesperada, una caricia y un aliento nunca antes sentidos. Como si por inescrutables motivos su carne hubiera experimentado una suerte de sinestesia con respecto a otro cuerpo que ni siquiera sabía si existía fuera de su mente. O dicho de otro modo, parecía añorar un encuentro futuro con un ser desconocido al que, desde su más recóndita intimidad, necesitaba entregarse por encima de todo y de todos.

Y es que por mucho sexo palpable –“real”– que compartiera con su pareja, y una vez éste tocaba a su fin, no había noche en la que Vilnut no fantaseara con los mismos rasgos de inconfundible geometría, con las mismas manos poderosas e incitadoras, el mismo torso palpitante y sudoroso, y la misma corpulencia fálica de un hombre al que creía conocer y desconocer a partes iguales. Quizás porque su apariencia era tan ilusoria durante la siempre insatisfecha vigilia de Vilnut, como nítida y omnipresente en sus cada vez más recurrentemente húmedos y salpicados sueños. De modo que, por decirlo de algún modo, Vilnut se sentía tan plena y acompañada en el terreno afectivo-sentimental, como huérfana y yerta en su parte más inconscientemente animal. Y es que al fornicar con su novio, no había ocasión en la que no tuviera que esmerarse por interpretar adecuadamente una especie de rol preestablecido, haciéndolo además de un modo cada vez más mecánico y esforzado, lo cual acabó por convertir sus coyundas en una especie de teatro gimnástico que a ella le resultaba terriblemente agotador. Digamos que, cuando estaba con su novio, Vilnut se sentía algo así como tácitamente obligada a desear, cuando lo que ella anhelaba con toda la avidez de su coño era no poder evitar desear.

¿Estaba volviéndose loca?, se preguntaba Vilnut de un modo cada vez más persistente y agónico. Había muchos momentos en los que lo creía firmemente. Sin embargo en otros consideraba que sus ensoñaciones habían de tener forzosamente algún misterioso engarce con aquello que comúnmente llamamos realidad. Entonces le daba por pensar que lo opuesto a la amnesia no es el recuerdo, sino la fabulación, algo así como la evocación autoinducida. Pero eso no significaba que para ella dichos recuerdos alucinatorios fueron menos reales. Y es que por mucho que carecieran de correspondencia con una vivencia histórica, ¿acaso por ello dejaban de provocar un auténtico y acuciante anhelo?, ¿es que las lágrimas provocadas por dichos tatuajes mentales no mojaban igual que el fluido vaginal surgido de las frenéticas masturbaciones a las que al mismo tiempo le abocaban? Además, se decía luego Vilnut, si el sueño era siempre el mismo, esto es, no aleatorio sino constante y perfectamente definido en sus imágenes, algo así como una grabación cerebral, por fuerza tenía que deberse a una pulsión de significado inequívocamente trascendental. Y quizás fuera por eso por lo que Vilnut no podía dejar de intentar casar sueño y realidad, porque no hacerlo habría sido algo así como asumir una suerte de rendición de consecuencias vitales quizás mucho más funestas.

Dicho patrón de comportamiento sexual se mantuvo constante hasta que una noche el novio de Vilnut hubo de despertarla de un sueño especialmente vívido, y en el que ella se había conducido de un modo incluso más histérico que sensual o excitado. Y es que el chillido desesperado de Vilnut parecía haber querido expresar, en forma de súplica, una suerte de urgente necesidad. Era como si con su grito estuviera exigiendo la presencia corpórea de aquello que sólo podía tocar con su imaginación. Fue entonces cuando, estando todavía jadeante y sudorosa, su alarmado novio le preguntó qué demonios le estaba pasando. Vilnut tardó en responder, ladeando luego la cabeza con expresión entre triste y asustada. Después apoyó sobre el hombro desnudo de él unos dedos todavía empapados de sus más íntimos jugos. Lo que le dijo a continuación viene a ser un categórico ejemplo de compleja pero absoluta simplicidad.
– El problema, cariño mío, es que tú no eres “él”.

Cuando su pareja le preguntó alucinado a qué diantres se refería, ella entendió a la perfección que no iba a poder explicarle algo que incluso a ella le resultaba de lo más delirante, por lo que permaneció callada. El resultado de dicho silencio fue la ruptura casi inmediata de la pareja y el comienzo de una ardua e infatigable búsqueda por parte de Vilnut, quien no dudó un instante en exigirle a la vida la materialización de la imagen que su insobornable deseo había creado.
Así pasaron más de tres años en los que Vilnut existió pero no vivió, ya que hacerlo es casi imposible cuando todo lo que nos rodea nos recuerda a aquello de lo que carecemos. Y es que para ella toda presencia se convertía de forma inmediata en una especie de ausencia codificada, convirtiendo cualquier estímulo procedente del exterior en el provisor involuntario de un pequeño y fugaz fracaso emocional. O por decirlo de otro modo, cualquier razón de vida que era capaz de elucubrar se le antojaba espuria e insuficiente. Era como si cada amanecer que le brindaba su existencia fuera un bebé que siempre nacía ya muerto.
No obstante, todo cambió para ella el día menos pensado y cuando ya creía estar irremisiblemente condenada a la eterna y estéril espera. Y es que buscando en Facebook a una antigua amiga del colegio a la que había perdido la pista años atrás, descubrió por casualidad algo para lo que no estaba preparada. Con suma incredulidad y hasta cierto estupor, vio que en el mundo real existía una persona cuyo cuerpo reproducía, tan perfecta como rigurosamente, lo tantas veces proyectado por su calenturienta imaginación. El hombre, que aparecía en la foto sentado en un gran butacón y sonriendo a cámara, vivía además a apenas unos pocos cientos de kilómetros de ella. Carece de importancia cómo fuera su fisonomía, ya que aquí lo único importante es saber que ésta era escrupulosamente exacta a aquélla que el deseo de Vilnut llevaba tantos años recreando en sueños.
Su sorpresa fue mayor si cabe cuando, al meterse en el perfil del hombre de la foto, vio que esa persona compartía muchísimas de sus aficiones y gustos, además de un sentido del humor que, a tenor de algunos de sus triviales comentarios, se parecía también mucho al de ella. Así que a pesar de que no tenían ningún amigo en común, Vilnut tardó apenas unos segundos en solicitarle amistad. Pero la cosa no quedó ahí, creyendo estar viviendo una especie de epifanía, algo así como una nueva variante de gozoso espejismo, cuando el hombre no sólo aceptó su solicitud de la misma, sino que además le mando un cordial mensaje en el que se interesaba por ella de un modo tan cortés como aparentemente desinteresado.

Sobre lo que sucedió después entre ellos podrían escribirse muchas cosas, pero baste con decir que al hombre parecía haberle pasado exactamente lo mismo que a ella. A medida que los días pasaban y se iban conociendo a través de infinidad de cibermensajes, el deseo mutuo por oírse y tocarse crecía exponencialmente, imparable, si bien Vilnut estaba también particularmente exultante y excitada por el modo tan peculiar e improbable en que habían puesto fin a su larga búsqueda. Así que cada vez que él le pedía el teléfono para poder sentir su presencia de viva voz, ella le daba largas diciéndole que no había que precipitar las cosas, sosteniendo en repetidas ocasiones que no había nada tan sensual y emocionante como seguir alimentando el estómago de sus respectivas imaginaciones. Hasta el punto de que su desbocada libido les llevó a practicar recurrentemente una forma de sexo virtual-masturbatorio tan precario como sugerente, es decir, tan frustrante por un lado como arrebatador por el otro.
De poco sirvió que el hombre, que se moría de ganas por conocer a Vilnut en persona, le facilitara su teléfono para que ella lo utilizara en cuanto lo creyera conveniente. Era como si después de tanto tiempo de anhelante espera, Vilnut quisiera disfrutar de la antesala del triunfo, de las espléndidas vistas ofrecidas por el más prometedor de los viajes, de un excitante camino al que –estaba convencida– le aguardaba también un glorioso destino. De modo que hubo un momento en que el hombre se resigno y terminó por desistir en sus intentos. Esto es, aceptó que tenía poco que hacer ante la naturaleza insaciablemente juguetona y especuladora de Vilnut. Así que decidió ser paciente y conformarse con un tipo de relación virtual que, aun considerándola prometedoramente provisional, muy pronto aprendió a percibir como el ritual al que debía prestarse si quería optar a su tan ansiado premio.

Tras innumerables conversaciones y comentarios virtuales, y habiendo compartido desde la distancia un sinfín de confidencias, orgasmos y secretos, llegó sin embargo un día en el que Vilnut sintió que algo raro estaba pasando. Y es que al encender el ordenador comprobó que, por primera vez desde que contactaran, el hombre había dejado de contestar a un mensaje. Le extrañó sobremanera porque él nunca tardaba más de dos o tres horas en hacerlo, si bien en ese momento tampoco le dio mayor importancia. Sin embargo su intranquilidad fue en aumento a lo largo del día cuando éste transcurrió entero sin recibir noticias de él, llegando a alarmarse bastante cuando, tras preguntarle si le pasaba algo, siguió sin obtener respuesta alguna. Dada la relación que habían mantenido, casi como de –por decirlo de algún modo– amantes virtuales, a esas alturas no había espacio posible para pudores ni contenciones estratégicas de ningún tipo. De modo que Vilnut tardó apenas un par de días en empezar a bombardearle a mensajes en los que llegó hasta a disculparse, aunque fuera de un modo bastante abstracto ya que en el fondo no tenía ningún motivo para hacerlo.

Transcurrió así una agónica semana, hasta que Vilnut se acordó de que el hombre le había dejado su teléfono móvil en un mensaje de hacía ya unas cuantas semanas. Su nerviosismo era tal que al marcar el número apenas podía contener el temblor de las manos. Esperó al tono con atención, sucediéndose después varios pitidos. Pero nada. Por mucho que lo intentó, le saltaba el contestador una y otra vez. Al final le dejó un extenso mensaje implorándole que por favor se pusiera en contacto con ella para decirle lo que fuera. Sin embargo no hubo respuesta alguna, todo fue inútil. Era como si la tierra se hubiera tragado al hombre, por lo que una semana después, y ya al borde de la desesperación, Vilnut decidió mandar un mensaje privado a un amigo de Facebook del hombre, el cual lógicamente fue escogido al azar. En el mensaje Vilnut apenas contaba nada, simplemente le pedía por favor que le dijera si sabía algo del hombre porque llevaba días sin noticas suyas y estaba algo preocupada.
La respuesta del amigo del hombre no se hizo esperar, apenas un par de horas, la cual dejó a Vilnut completamente helada, petrificada. Es más, fue tal el estado de shock en el que quedó sumida que permaneció mirando la pantalla del ordenador durante más de tres horas. Cuando por fin pudo reaccionar y se levantó de la silla, pensó que lo que estaba pasando tenía que ser fruto de una alucinación, que todo lo referido a ese hombre debía pertenecer a un inmenso y envolvente sueño en el que también cupieran otros a niveles superiores de subconsciencia, si bien algunos de ellos, como era el caso, tuvieran las hechuras de terribles pesadillas. Incluso se sorprendió a sí misma pellizcándose las mejillas, poco antes de volver a sentarse al ordenador para repasar una y otra vez los incontables mensajes que se había mandado con el hombre durante el mes y medio aproximado que habían estado juntos en términos virtuales.

Lo peor de todo fue que el calvario de Vilnut acababa de comenzar. Y es que las cosas no tardaron en ponérsele mucho más difíciles y angustiosas. Para Vilnut el sueño se había convertido en una droga, así como la vigilia en el mono que aquélla le provocaba. Porque cuando se echaba a dormir, era tal la intensidad y viveza de sus sueños evocando la figura idealizada del hombre, que ya apenas era capaz de distinguir entre sueño y realidad. Es más, el estado de sopor, ansiedad y desconcierto en el que despertaba hacía que no supiera muy bien si prefería dormir o estar despierta. Y es que si no dormía era otra la imagen que se volvía igualmente omnipresente en su cabeza, haciéndolo además de un modo infinitamente más doloroso y persistente. Entonces pensaba una y otra vez, como si se tratara de una especie de mantra psicológico de infinitas luminosidad e insistencia, que de no ser por su querencia por los juegos erótico-cibernéticos de la mente, el cuerpo y el espíritu, seguramente ese hombre no habría viajado por esa puta carretera el fatídico fin de semana en el que perdió la vida, sino que habría estado junto a ella de un modo tan sumamente físico y carnal como nulamente virtual, dando rienda suelta a la irrefrenable lujuria a la que ambos se habrían por fin entregado.