El hombre era guapo, alto y fuerte. También era muy rico, si bien era un buen hombre (qué triste que ambas ideas sean a veces tan difíciles de casar). Conducía un coche grande, seguro y veloz. En el asiento del copiloto iba su amada mujer, de belleza tan dulce como radiante. En el asiento de atrás, sus dos hijos. Un niño y una niña. Mellizos de cinco años de edad, tiernos y revoltosos. Toda la familia cantaba al unísono canciones infantiles con letras ligeras y pegadizas. Iban a pasar el fin de semana en la idílica casa del lago.
El hombre era inmensamente feliz. Tanto, que cerró los ojos un momento para así saborear mejor la inmensidad de su dicha. Pero hay que reconocer que el pobre tuvo muy mala suerte. Y es que escogió el peor instante para apartar la vista de la carretera. Uno tan breve como brutal en cuanto a su poder catastrófico. Un zorro con alma de zorra había surgido de improviso de su flanco derecho para cruzar la carretera. Al abrir los ojos, el hombre trató de esquivarlo dando un brusco frenazo al que siguió un volantazo. Tan preciso y fatal éste, que colocó el todoterreno justo frente al morro de un camión gigantesco que avanzaba en sentido contrario.
Ahora el hombre está solo. Sólo el hombre solo ha sobrevivido al brutal accidente. Está vivo, vale. Sin embargo prefiere estar muerto a estar solo. Aunque bueno, quizás no está solo del todo porque la culpa no le abandona ni un instante. Además, todavía le queda su padre.
Su padre tiene ya casi noventa años. No obstante su salud es de hierro. Echa mucho de menos a su difunta mujer. Murió un año antes a causa de una neumonía. Todavía le quedan su hijo y la familia de éste. Bueno, ya no. Ahora sólo le queda su hijo, al que quiere más que a nada en el mundo. El hombre también quiere mucho a su padre. El hombre y su familia habían ayudado mucho al abuelo cuando murió la abuela. El pobre se había quedado muy solo y triste.
Pero recuerden. Ahora el hombre está solo. Bueno, no. Todavía le tiene a su padre, si bien no es lo mismo que contar con su mujer y sus hijos. No, de hecho no tiene nada que ver. Y es que además –y eso como mucho– a su padre le queda sólo un poco de tiempo de vida. Sin embargo el hombre acaba de cumplir cuarenta años. Con esa edad lo más probable es que le quede todavía muchísimo por vivir. Así que se le presenta el resto de su vida como un insoportable suplicio. Porque el hombre tiene el alma hecha pedazos. El recuerdo de su familia le abrasa como cal viva. El peso de la culpa es demasiado grande para que puedan soportarlo sus exiguas ganas de vivir.
El hombre decide que se quiere ir del todo cuanto antes. Pero el hombre no es tan egoísta. Tiene un corazón noble y quiere mucho a su padre. Su padre sólo le tiene a él. Si se va, su padre se quedará completamente solo. Además el hombre razona bien. Si él quiere morirse porque han muerto su mujer y sus hijos, ¿por qué su padre entonces no va a querer lo mismo si muere él?
El hombre es muy rico. Además también es muy ingenioso. Se le ocurre una idea para que los dos obtengan lo que quieren. El hombre sólo tiene que aparentar que está vivo unos poquitos años más. Los suficientes hasta que su padre muera. Pero el hombre no quiere esperar. De hecho, no puede esperar.
Así que el hombre le dice a su padre que necesita hacer un larguísimo viaje alrededor del mundo. Quiere perderse. Visitar los lugares más bellos, salvajes y remotos. Ausentarse un tiempo del mundo antes de volver. Dice que necesita cambiar de aires. Abrazarse a su soledad. Tratar de coger distancia de todos y todo para tratar de olvidar. Luego, cuando regrese, intentará reconstruir de nuevo su vida. Su plan parece razonable de puertas afuera. Pero obviamente miente, ya que en realidad es suicidarse lo primero que va a hacer. Sin embargo, quiere que su padre viva del mejor modo posible el tiempo que le quede, que sea feliz y no sufra por él.
Así que, antes de matarse, el hombre se pasa un mes escribiendo cartas de forma compulsiva. Escribe cientos de ellas. Las suficientes para que su padre reciba una carta semanalmente durante los próximos diez años. Sabemos que su padre tiene ya noventa años. Debería ser suficiente para cubrir todo lo que le quede de vida. Cada carta deberá ser enviada con matasellos de un lugar diferente del mundo. Las cartas deberán seguir una ruta lógica que abarque prácticamente el mundo entero. Para enviar las cartas en su ausencia, contrata a dos personas. Les confía el encargo. Serán sus suplantadores. Les va a pagar con toda su inmensa fortuna. El dinero no es problema, tiene de sobra. Además al hombre ya no le queda nadie más a quien legar su dinero.
El motivo de contratar a dos suplantadores es asegurar su plan al máximo. Quiere que se controlen entre ellos. Se alternarán para hacer los envíos semanales de las cartas. Son titulares de cuentas de las que no pueden extraer dinero. Sólo pueden hacer transferencias a otra única cuenta de la que el otro suplantador es titular. Entonces sí que podrán hacer efectivo el dinero. Sólo deberán hacer la transferencia al cerciorarse de que el padre ha recibido la carta semanal enviada por el otro suplantador. No se conocen entre ellos. Si uno no envía una carta no cobrará, deteniéndose para siempre la cadena. El hombre es meticuloso. Así que, por lo menos en ese aspecto, el plan no fallará.
Y llega el día en que el hombre se despide de su padre con un sentido abrazo. Tiene lágrimas en los ojos y una honda tristeza. Con gesto preocupado, el padre lo observa marchar.
El hombre llega a unas islas perdidas del Pacífico. Como último gesto decide enviar la primera carta él mismo. Se acerca a la oficina de correos y lo hace. Se suicidará pocos días después. En cuanto tenga el plan perfectamente ultimado. No quiere que tenga ninguna falla. Se instala en un hotel para meditarlo. Se registra con un nombre falso por si acaso. No quiere problemas. Cuando deje el hotel quemará toda su documentación. Luego se dirigirá a una estación de tren. La más multitudinaria y caótica que encuentre. Se tirará a las vías. Quiere que su rostro y su cuerpo queden completamente destrozados, irreconocibles.
Nadie reclamará su desaparición. En esa vida sólo le quedará su padre. Es la única familia o amigo que le queda. Pero no hay problema. Su padre irá recibiendo semanalmente una carta. Las cartas dirán que el viaje le está sentando de maravilla. Que cada semana se va sintiendo mejor. A su padre esto le reconfortará. Le ayudará a sobrellevar con buen ánimo los últimos años de su vida. Hasta que llegue el día en que el viejo muera plácidamente. Y lo hará pensando que, a miles de kilómetros, su hijo se recupera poco a poco de su fatal trance. La ficticia felicidad del hombre permitirá que su padre muera feliz. El padre nunca sabrá que su hijo se suicidó mucho tiempo atrás. Ése es el plan.
La mañana del suicidio el hombre paga en efectivo la factura del hotel. De forma sorprendente, el recepcionista le dice entonces que hay una carta urgente para él. Es de su padre. Su padre está exultante ante la primera carta que ha recibido de su hijo. Le dice que le ha hecho enormemente feliz. El padre le anima en su carta a que haga de su viaje una auténtica aventura iniciática. El padre ha sido en su juventud un incansable viajero. Conoce buena parte del mundo como la palma de su mano. Le recomienda infinidad de sitios que visitar. Todo tipo de lugares maravillosos, paisajes abismales y cuasi olvidadas poblaciones y tribus indígenas. De repente el hombre se siente tentado de visitarlos, aunque sea fugazmente. Y todos sabemos qué es lo mejor para evitar una tentación.
Decide que no pasa nada por aguantar vivo una semana más. Se suicidará justo después. Lo hará en el siguiente lugar prefijado por su ruta de cartas. Pero a la semana siguiente vuelve a recibir una carta de su padre. En ella éste vuelve a hablarle de la alegría que le ha dado saber que está mucho mejor. Le cuenta a su hijo que él también se encuentra muy bien, animándole de nuevo a seguir visitando nuevos parajes, mares y litorales desiertos. Incluso le dice que vaya al encuentro de algún que otro viejo amigo del pasado. El hombre decide entonces que, aunque no ha cambiado de idea, no tiene prisa por suicidarse. Lo hará de forma inminente porque su dolor es demasiado fuerte como para seguir viviendo. No obstante, logra convencerse a sí mismo de que tampoco es algo tan urgente.
Sin embargo la mecánica anterior empieza a repetirse de un modo habitual y seudoautomático. Surge la inercia del movimiento de misivas. En su viaje, el hombre va haciendo a posteriori lo que escribió a su padre que haría muchos meses atrás. Se invierten los papeles cronológicos habituales entre acción y narración. Y el padre tampoco falla. El hombre siempre recibe carta suya con una periodicidad exacta. Aunque la idea del suicidio no se ha desvanecido del todo, llega un momento que por lo menos sí que parece que el hombre la ha pospuesto de forma indefinida.
Luego, al de un tiempo, se hace realidad lo que muy poco antes parecía inconcebible. El hombre empieza a revivir y disfrutar de su viaje. De todas formas no quiere deshacer todavía su plan. Por si acaso. Tiene miedo de que todo sea un espejismo. De que de repente le entre un terrible bajón psicológico y ya no pueda aguantar más la soledad. Como sucede con una pistola, es mejor tener la posibilidad del suicidio y no necesitarla, que al revés.
No obstante, en un abrir y cerrar de ojos el hombre se da cuenta entonces de que ya han trascurrido más de dos años desde su partida. El hombre sigue viajando y mandando cartas a su padre a través de sus suplantados. Las cartas que su padre le envía de vuelta son igualmente vívidas y entusiásticas. A pesar de su avanzadísima edad, dice encontrarse cada vez mejor. El hombre supone que su padre ha de tener necesariamente algún achaque, pero que no quiere decírselo en sus cartas. En realidad cree que su padre finge estar muy bien sólo porque no quiere preocuparle.
El hombre lleva ya casi tres años de viaje. Un día conoce a una solitaria y misteriosa mujer en un hospedaje perdido de la jungla. La ve desde la ventana de su cabaña de juncos. Y sí, sucede entonces lo impensable. Se atraen mutuamente. Y sí otra vez, también se enamoran. La única regla entre ellos es no hablar del pasado. Se casan por medio de una exótica y sencilla boda oficiada por un viejo chamán, cuando apenas han pasado tres meses desde que se conocieran. Sólo entonces el hombre decide volver a casa y deshacer su minucioso plan. Quiere darle una gran sorpresa a su padre presentándole a su nueva mujer. Necesita comunicarle en persona que por fin ha recuperado las ganas de vivir.
El hombre se pone en contacto a su vez con sus suplantadores para cancelar el plan. Ya no quiere morir. Muy bien, ningún problema en ese sentido.
Sin embargo, al regresar sin previo aviso a casa de su padre, es el hombre el primer sorprendido. Y es que, tras tocar el timbre, le abre una persona a la que no conoce de nada. Debe tener unos sesenta años y tiene pinta de mayordomo. Éste le dice que es un viejo amigo de su padre. El hombre se extraña porque su padre nunca le había hablado de él. El amigo del padre le dice al hombre que su padre se está muriendo. Él le ha estado cuidando durante esos últimos meses. Ahora al padre ya no le queda mucho tiempo. Unos pocos días a lo sumo. El hombre ya sospechaba que su padre no podía estar tan bien como afirmaba en las cartas. Si bien tampoco se imaginaba que su situación fuera tan grave.

El padre está tumbado en su lecho de muerte. A pesar de que le queda muy poco tiempo de vida, sonríe dulcemente al ver tan feliz a su único hijo. El hombre presenta a su padre a su nueva mujer. El padre felicita a ambos por la boda mostrando gran júbilo. Luego contempla embelesado a la mujer y, acariciándole la mano, le dice que es bellísima. La mujer aprieta con fuerza la mano del viejo y le sonríe de vuelta. El padre agradece a su hijo todas las cartas semanales que le ha ido enviando desde lugares tan remotos. Le dice que le han dado enormes fuerzas durante esos últimos años. El hombre, inmensamente emocionado, le agradece sus cartas a su vez. Le dice que le han animado mucho para seguir adelante en su viaje. Que recibirlas cada semana le “daba la vida”.
Finalmente el padre muere en los brazos de su hijo. El padre es entonces enterrado en una breve pero hermosa y emotiva ceremonia. Sólo asisten el hombre, su nueva mujer y el supuesto amigo del padre. El hombre está tan inmensamente agradecido a su padre, que decide exprimir la vida al máximo. Pase lo que pase. Es la forma con que, cada día, quiere honrar su memoria.
Los años van pasando. El hombre y su nueva mujer se han instalado en la espaciosa casa del padre. Una preciosa construcción solariega de aspecto victoriano. Tienen hijos. En concreto tres. Todo niñas. Los años en familia transcurren inexorables pero llenos de sucesos dichosos y memorables.
El tiempo pasa implacable hasta el punto de que el hombre y su segunda mujer se convierten en abuelos. Su primer nieto nace veinticinco años después de la muerte del padre del hombre. Esto es, de su bisabuelo.
Un día de verano el hombre está jugando en el jardín con su nieto. Le habla constantemente de su bisabuelo, fallecido ya mucho tiempo atrás. El hombre quiere que su nieto lo sepa todo acerca de él. Le cuenta mil historias de cómo era, y de las cartas que se mandaron durante el largo viaje en el que él conoció a la que es su abuela.
Una tarde el hombre lleva a su nieto al desván del viejo caserón. Está lleno de trastos y polvo. Se pone a revolver entre cachivaches y desvencijados juguetes. Ésos con los que su padre jugaba con él cuando era pequeño. De repente ve un pequeño cofrecillo. Lo abre con una navaja. Dentro hay un taco de cartas atadas con un cordel. Se emociona visiblemente recordando a su padre. Son todas las cartas que, antes de su muerte, le envió a través de sus suplantadores. Se las enseña a su nieto. Éste se pone después a hurgar en el cofrecillo, extrayendo del mismo otro taco de cartas. Las observa fijamente y con gran curiosidad. Entonces le pregunta a su abuelo por ellas. El hombre las coge y escruta con creciente desconcierto. Están sin abrir. No las reconoce. Les quita el cordel y mira la primera de ellas. Ve que el destinatario es él mismo. La abre con la navaja. Es una carta remitida por su padre y escrita de su puño y letra. El hombre empieza a leerla por lo bajo. No entiende nada. Nunca llegó a recibirla. Observa la fecha en el ángulo superior derecho de la hoja. Enmudece. La fecha corresponde a una semana posterior al día de la muerte de su padre. Es la primera de más de dos centenares de cartas más. El nieto le pregunta al abuelo por qué de repente se ha puesto a llorar. A ver si es que pasa algo malo. El hombre sonríe dulcemente y le dice a su nieto que no pasa nada malo. Es más, añade, todo lo contrario.

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